En momentos en los que la relación diplomática y comercial entre México y Estados Unidos se encuentra pasando por un momento tenso, el lanzamiento del filme Coco, que tiene como temática central el Día de Muertos, es un refrescante aliciente para recordar a nuestro vecino país del norte que México tiene mucho más que ofrecer que migración indocumentada y delincuencia.
El entrar a ver Coco no es sencillo; no han sido pocos los filmes de la Meca del Cine que han retratado México de forma parcial, sin investigación y haciendo mano de construcciones simbólicas de racismo. Sin embargo, los creadores del filme fueron más allá: se dieron a la tarea de hacer una verdadera etnografía visual de la tradición mexicana.
Nunca imaginamos, como mexicanos, ver en un filme de animación un pan de muerto, tamales genuinos y personajes verdaderamente cercanos a nuestra cultura, y ni qué decir de los escenarios: para cada uno de los que hemos tenido la oportunidad de ver el filme, el ver lugares comunes que nos recuerdan a aquel escondido pueblito, los callejones de Guanajuato y el Palacio de Bellas Artes fue algo mágico y que, sin duda, será inigualable.
Por otra parte, Coco llega en una coyuntura emocionante y convulsa. Además de la importancia de este lanzamiento, en lo que quizá es uno de los momentos más tensos de la renegociación del TLCAN, la cinta de animación le habla a un México que se está reponiendo con fortaleza de los sismos que dejaron estela de devastación en el centro y sur del país. El filme llega con pasos fuertes a hablarle a un país que lo necesitaba con ansías.
Pese a que el filme, empero que cualquier producción simbólica lo hace, recurre a lugares comunes para hablar de un sistema cultural, Coco demostró que la escucha horizontal, la etnografía y la investigación son fundamentales para una nueva cinematografía que, obligatoriamente, tiene que convencer a esa audiencia compleja y sensible de la era contemporánea.
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