Espiral

¿Cómo calibrar una presidencia que se mueve bajo la impredecible balanza del capricho?

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Escrito por: Redacción adn40
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Por Guillermo Fajardo

¿Cómo calibrar una presidencia que se mueve bajo la impredecible balanza del capricho? Parece que el poder, en la época de Trump, equivale a equilibrar políticamente lo que se sabe que se puede hacer y lo que es poco probable que suceda pero que vale la pena intentar, aunque los límites legales de una decisión determinada la conviertan en acto criminal. El testimonio público del ex director del FBI, James Comey, le abrió al público estadounidense, y al mundo, para el caso, la posibilidad de confirmar que el presidente de Estados Unidos es la bisagra de una puerta que conecta el mundo de la conspiración global y mediática —el cambio climático es un invento de los chinos; el cristianismo se encuentra bajo ataque; el número de asistentes a su inauguración— con el mundo de la charlatanería política —la construcción del muro; la prohibición para que ciudadanos de ciertos países no puedan entrar a Estados Unidos; la presión contra Comey para que dejara la investigación en torno a Michael Flynn; su renuencia a seguir administrando su imperio financiero.

Estados Unidos no se encuentra en crisis o, al menos, está en una crisis contenida. Las instituciones del gobierno norteamericano han funcionado como diques de contención y su sociedad se ha atrincherado políticamente en contra del Presidente. La especificidad del contexto político sumada a una posible intervención de los rusos a favor de Trump dinamitaron las probabilidades de un cambio suave pero formalmente irrelevante: Clinton hubiera seguido la misma política que Trump —Primero Estados Unidos— pero sin las irreverencias del Presidente. Los que se sorprenden de las declaraciones de Trump no entienden que la política relacional de los Estados Unidos con el mundo siempre ha sido la de un archipiélago que juega con sus propias reglas. Lo único que ha hecho Trump es llevarlas a un extremo —irracional, peligroso, posiblemente devastador. Políticamente, el presidente se encuentra asediado en múltiples frentes, lo que lo lleva a ejercer un poder que en su decorado sigue siendo el deLa Casa Blanca, pero que en su contenido es el de firmar órdenes ejecutivas y presentarlas a su base —los únicos que le siguen creyendo— como si fueran a modificar el curso que el mundo ha tomado: mercados globalizados en detrimento de industrias como el carbón; la necesidad de un título universitario como puerta a un trabajo mejor pagado; los inmigrantes como los grandes creadores de industrias enteras; la movilización en grandes bloques nacionales para invertir en energías renovables.

Trump, sin embargo, ha logrado lo inimaginable: prender la chispa política en un medio global apático y mortalmente aburrido por sus avances mediáticos y tecnológicos. El mundo ya no espera con ansia la prolongación renovadora del iPhone sino la próxima declaración del Presidente. Estados Unidos podrá aislarse del mundo pero no renunciar a él: todos, incluso el mismo Trump, intuyen que incluso las relaciones comerciales que ven como desfavorables —el TLCAN, por ejemplo— son necesarias para su riqueza. La admiración de Trump por gobiernos autocráticos, además de su ignorancia democrática, viene regulada por su biografía: dueño de negocios multimillonarios, la única voz que escuchaba era la suya. El problema con su administración es que la operatividad que proviene del ejecutivo se encuentra continuamente castrada debido a que sus oficiales se han convertido, en lugar de la voz del presidente, en un muro de control de daños.

No veo por parte del gobierno mexicano ninguna estrategia para negociar con Trump. Tal vez ya ni falta hace: hay que agradecerle a las instituciones norteamericanas —a sus medios de comunicación, al senado, a su sistema de justicia, al público— la presión nacional sobre el Presidente que ahora gira sobre su propio eje, enérgico, pero contenido. Aquí sigue sin pasar demasiado, excepto lo mismo. Nuestros intelectuales siguen siendo los mismos; nuestra desigualdad sigue siendo la misma; nuestra violencia sigue siendo la misma; los favores, y no el mérito, se siguen cobrando igual.

Las instituciones norteamericanas responden ante las crisis; las mexicanas, ante cualquier atisbo de cambio. El poder en México no traduce los problemas sociales en políticas sino que los secuestra para crear la percepción pública de su diagnóstico, que aplazará otros seis años, y así.

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